Giro la cabeza y veo una carpa impresionante, semioculta bajo la hoja de un nenúfar. Me acerco un poco con disimulo para verla mejor. Es preciosa: sus escamas color crema brillan con la suave luz solar del exterior, y tiene una mancha carmesí decorando la cresta de su lomo. Está distraída mirando hacia la superficie del estanque, pero sus ojos cambian de dirección en una milésima de segundo y se encuentran con los míos, así, de repente.
Noto que boqueo más de lo normal, y muevo las aletas con indecisión. Ella se ríe y sigue mirándome. Parece tímida y sé que no tenemos mucho tiempo, así que decido ser yo quien haga el primer movimiento. Buceo hasta ella y le digo:
—Hola, ¿nos conocemos?
Ella se aleja un poco de mí y empieza a descender lentamente, con una elegancia propia de las carpas bien educadas.
—No lo creo, no te recuerdo. ¿Cómo te llamas?