Mei Ling recogió delicadamente la manga de su túnica con la mano izquierda, tomó la cuchara de bambú con la otra y dibujó un arco en el aire. Todo su cuerpo siguió aquel movimiento, similar al del vuelo de una mariposa de seda azul sobre un campo de cerezos en flor. Después, la joven devolvió la cuchara a la bandeja y colocó las manos sobre el regazo.
En la mesa baja que había frente a ella reposaban dos teteras de barro, tres tazas sin asa, una jarra, un filtro y una caja que contenía el té blanco que había elegido para la ocasión. Fuera de la bandeja, a la derecha, había una tercera tetera más grande que las otras; a la izquierda estaba el recipiente en el que había colocado las pinzas y la cuchara de bambú. Mei Ling estaba segura de haber dispuesto cada uno de los utensilios en el orden correcto, así como de haberse arrodillado adecuadamente ante la mesa. También estaba convencida de haber realizado todos los pasos con exquisita armonía y delicadeza, tal y como dictaba la tradicional ceremonia del té de la familia Zhao.
Aun así, era tanto lo que estaba en juego que las manos le temblaban.
Tomó aire y alzó la cabeza para mirar a Xana, su madre, quien la observaba desde el otro lado de la mesa. Xana apretó los labios y asintió, dándole su aprobación. Los mechones plateados que nacían de sus sienes le daban un aire de sabiduría, y el vestido confeccionado en lino rojo con detalles florales resaltaba su porte orgulloso. Solo quien la conocía tan bien como su hija podía detectar la leve arruga de preocupación de su ceño; una arruga que había nacido la tarde anterior, cuando cerraron la tetería y se percataron de que la estatuilla del Shen familiar había desaparecido de su altar.
Mei Ling le aseguró a su madre que acabarían encontrándola, que algún niño travieso habría estado jugando con ella y la habría cambiado de sitio. Sus palabras no sirvieron para tranquilizar a Xana: aunque había preparado a su hija a conciencia durante tres largos meses, la repentina desaparición de la figura que representaba al espíritu protector de la familia Zhao era un símbolo de mal augurio. Si el Shen no les brindaba su bendición esa tarde, el Jardín de Té Zhao cerraría sus puertas para siempre.
Mei Ling alejó aquel pensamiento y se volvió hacia la otra mujer. Sus ojos se encontraron con los de la señora Yan, unos ojos tan profundos como el vacío que separa las estrellas. La proveedora de té más importante de China se había recogido el cabello azabache en un elegante moño, y vestía un traje de brocado negro con detalles en plata. Aunque Mei Ling requería la aceptación de ambas mujeres para continuar con la ceremonia, la señora Yan era quien tenía la última palabra. Al fin y al cabo, era ella quien decidiría si su empresa seguía suministrando hierbas y tés a la humilde tetería cuando Mei Ling la heredase o si, por el contrario, el pacto que llevaba renovando con la familia Zhao desde hacía generaciones terminaría para siempre.
Tras unos segundos eternos, Yan asintió con la cabeza.
—Continúa, por favor —le pidió a Mei Ling.
Xana cerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos, brillaban por la emoción.
La joven contuvo un suspiro de alivio. Con todo, la prueba aún no había terminado, de modo que se inclinó ante su invitada antes de comenzar con la siguiente parte de la ceremonia: la preparación del té.
La melodía diaria del Jardín de Té Zhao se componía del rumor de las tazas de porcelana chocando entre sí, de las apacibles conversaciones de los clientes y de los sutiles pasos de Mei Ling y de su madre mientras portaban bandejas de un lado a otro. Pero hoy era día de cierre, por lo que el silencio era tan intenso que Mei Ling podía sentir el murmullo que producía su túnica con el más leve movimiento.
Sus manos aletearon con la belleza de una hoja mecida por el viento. Había practicado durante tantas horas que su cuerpo se movía sin necesidad de que ella le ordenase lo que debía hacer. Por eso su cabeza pudo evadirse durante unos minutos, permitiéndole reflexionar acerca de si lo que estaba haciendo era lo que deseaba su corazón.
Porque Mei Ling aún no había decidido si quería heredar el negocio. Aunque le gustaba trabajar allí, a menudo soñaba con viajar por todo el mundo y conocer otras culturas. No podía evitar preguntarse si el deseo de dirigir la tetería había nacido de forma genuina, o si por el contrario solo era una semilla que su madre había sembrado en ella desde pequeña. Había intentado explicarle sus dudas a Xana, pero ella no la había escuchado; en cuanto la oía mencionar el tema, su madre suplicaba al Shen de la familia que guiase a su heredera por el buen camino.
A pesar de lo impotente que se sentía, la joven no podía culparla. Xana había dedicado gran parte de su vida a la tetería y, aunque a veces podía parecer dura, Mei Ling sabía que quería lo mejor para ella y para el negocio. Se sintió muy culpable, estaba siendo injusta con su madre: si no deseaba encargarse de la dirección del negocio debía hacérselo saber en ese mismo instante, antes de que fuera demasiado tarde.
La luz de las velas que iluminaban la estancia parpadeó una vez. No había ninguna corriente de aire, pero Mei Ling estaba tan concentrada en sus pensamientos que no le dio mayor importancia.
Depositó la tetera sobre la bandeja. Por primera vez, sus movimientos fueron tan torpes e improvisados que la porcelana chocó contra una taza, resquebrajando la placidez que reinaba en el santuario. Levantó la cabeza, temblando. Las mujeres le dedicaron una mirada expectante. Xana apretó el abanico que tenía entre las manos; sus nudillos se volvieron blancos como las flores de almendro.
Mei Ling tragó saliva y se aclaró la garganta. Antes de que una sola palabra saliera de sus labios, un escalofrío recorrió su espalda y la hizo enmudecer. Miró hacia todas partes: juraría que unos dedos invisibles le habían acariciado la nuca.
La señora Yan alzó una ceja.
—¿Ocurre algo, Mei Ling? —preguntó, intrigada por el cariz que estaba tomando la ceremonia.
La joven no reaccionó. No sabía qué hacer. Debía continuar con el protocolo, pero su mente estaba bloqueada. Debía levantarse y marcharse después de ofrecer a las mujeres una larga disculpa, pero su cuerpo no le respondía.
Entonces sintió una presencia cálida tras su espalda y alguien la tomó por los brazos. Mei Ling se giró con el corazón en la garganta: allí no había nadie. Unas manos invisibles cogieron las suyas y la animaron a recuperar la tetera. Un susurro, tan nítido que parecía formar palabras, le indicó los pasos a seguir, como si las paredes de la tetería revelasen secretos ancestrales que solo Mei Ling era capaz de escuchar. Un olor a incienso llegó hasta ella, y se preguntó de dónde procedía.
A pesar de lo extraño de la situación, la joven no sintió miedo: solo una paz tan inmensa que cerró los ojos y se dejó llevar por aquella fuerza invisible.
—No —respondió a la señora Yan—. Todo está bien.
Recordó la primera vez que había entrado en la tetería, cuando era muy pequeña. No alcanzaba a subirse a las sillas, de modo que su madre la ayudó a sentarse. El lugar era tan amplio que sus ojos no habían sabido a donde dirigirse: tal vez a las alfombras cuyos intrincados diseños recordaban a los templos milenarios, o a las paredes adornadas con pinturas de paisajes de montañas y ríos, o quizás a las altas estanterías repletas de teteras de cerámica finamente decorada.
Recordó el día que su madre realizó la ceremonia del té para ella. Había sido tan bonita y tan intensa que Mei Ling se había echado a llorar. Su madre le había secado las lágrimas con la manga de su túnica y la había abrazado; mientras tanto, el vapor del té verde que había preparado las envolvió en una nube perfumada.
Al recordar todo aquello, el alma de Mei Ling reconectó con su auténtica esencia. Comprendió que la tetería no solo era una fuente de ingresos, sino también la fuente de la memoria familiar; un legado cultural y emocional que deseaba preservar. Comprendió que no tenía que renunciar a nada: que, si bien podía explorar el mundo los días que las puertas de la tetería cerrasen por descanso, lo que verdaderamente la hacía feliz era compartir la serenidad que el té proporcionaba a sus clientes.
Abrió los ojos. Los crisantemos que decoraban sus amplias mangas azules parecieron florecer ante sus ojos, y su cautivadora fragancia llenó el aire. El aroma del té blanco se volvió más intenso.
—Está listo —anunció con voz firme.
Xana y la señora Yan estaban boquiabiertas. Tal vez ellas también habían sido transportadas al lugar sagrado y atemporal donde vivían los recuerdos, o quizá era la gracia y la armonía de Mei Ling lo que las había dejado sin aliento.
La joven colocó en círculo las tres tazas de barro. Luego llenó una: la mitad, de té; la otra mitad, de buenos sentimientos. Se la ofreció a la señora Yan. Ella la cogió por el borde con los dedos índice y pulgar para no quemarse, y apoyó la base en el dedo corazón.
La señora Yan olió el té. Mei Ling y Xana observaron cómo se llevaba la taza a los labios. Mei Ling había elegido el té blanco por dos motivos: el primero, porque era el más adecuado para aquella época del año; el segundo, porque simbolizaba el equilibrio y la pureza, así como la capacidad de adaptación a los nuevos desafíos. Esperaba que su decisión hubiese sido la adecuada.
La proveedora de té puso una mano sobre la mesa y dio tres suaves toques con el dedo, indicando que era de su agrado. Xana aflojó la presión que ejercía sobre el abanico.
—Delicioso —opinó la señora Yan—. Con matices frutales y un agradable toque amargo. Felicidades, Mei Ling.
Las mejillas de la joven se sonrojaron por el elogio.
—Gracias por permitirme compartir esta experiencia con usted, señora Yan —contestó con humildad.
—Nunca había experimentado una ceremonia del té tan hermosa y significativa —continuó la mujer—. Tu habilidad para transmitir emociones es muy especial. Tu madre me había dicho que no estabas segura de querer heredar el negocio —añadió, volviéndose hacia Xana—, pero viendo tu arte sería una lástima que no lo transmitieras a las siguientes generaciones.
Esta vez fue Mei Ling quien se quedó boquiabierta. No imaginaba que su madre hubiese tenido en cuenta sus dudas acerca de heredar el Jardín de Té Zhao.
Xana sonrió.
—Nada me haría más feliz que ver la tetería en tus manos, hija —dijo con cariño—, pero nada me haría más infeliz que lo hagas cuando no es eso lo que deseas. Elijas lo que elijas, estoy orgullosa de todo lo que has hecho y de todo lo que vas a hacer.
Mei Ling sintió un nudo en la garganta, emocionada al saber que el amor de su madre era más grande que la devoción por la tradición familiar.
—¿Qué decides entonces, hija? —preguntó Xana con timidez.
Como respuesta, la joven sirvió una segunda taza de té y se la ofreció a su madre. Ambas sonrieron, sabiendo que el corazón de la otra estaba tan lleno como el suyo.
Mei Ling llenó una tercera taza y dio un sorbo. El calor reconfortante y el sabor aromático se desplegaron en su paladar, despertando sus sentidos y conectándola con el momento presente.
Algo se movió a su derecha. Se giró: era el mismo ser que había hecho bailar la luz de las velas con su presencia, el que había guiado sus manos y el que la había ayudado a comprender qué era lo verdaderamente importante para ella.
La heredera sonrió, eligió una taza de porcelana de la estantería que había tras ella y vertió el té para su nuevo invitado. Después de todo, el Shen también había participado en la ceremonia.
***
~Este relato fue el octavo semifinalista en la 12ª Edición del Certamen de Relato Breve de La Petite Planèthé. Todos los derechos pertenecen a la autora, Alba Benesiu Pueyo~
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